miércoles, 6 de noviembre de 2013

Diez años atrás

Lo habitual. Quinta planta de la biblioteca. Folios llenos de apuntes, tachones y referencias. Un libro abierto por una página sin numerar aparece de repente para devolverme la consciencia de dónde estoy, de qué hora es. Las manos de Jesús lo sostienen. Me sonríe y se marcha. Me hundo en el poema y allí me quedo, durante horas.

Aún hoy, mi lectura más recurrente.

Cuando nos conocimos, no teníamos ni idea de que descubriríamos poco tiempo después un hermano en el otro. Con la paciencia y la dulzura de un buen maestro de escuela, me empujó a crecer en aquel otoño ocre (sentencio cursimente, que sabes que me encanta).

Hace justo diez años compartimos la vida entre Turín y Vercelli, junto a Mariquilla (otra hermana que no habíamos conocido hasta entonces), y Maury, Lucia, Emilie, Bea, Anna, Rocca, Silvia, Vale..., personas extraordinarias que aparecieron en golpes de suerte en las antípodas de lo posible, que nos acogieron, nos ayudaron, nos enseñaron, nos acompañaron. (¿Cuándo podremos reencontrarnos, ragazzi?)

Imposible medir cuánto cambié, cuánto aprendí, cuánto gané. Qué curioso. Una de las experiencias más importantes en mi vida, mi ERASMUS, costó al Estado sólo mil euros.

Supongo que lo ven claro. Estos universitarios de ahora ya tendrán que salir de España para buscarse el guiso cuando terminen de estudiar. ¿Para qué vamos a ayudarlos a irse antes? Afortunadamente han dado un paso atrás. No sé por cuánto tiempo.


No más recortes en oportunidades, por favor.

domingo, 28 de julio de 2013

Educar en autonomía y otras contradicciones

Ya lo confesé una vez. Antes de que Nerea hiciera tambalear mis pilares educativos, estaba convencida de que los bebés debían someterse al cumplimiento riguroso de ciertas rutinas para favorecer buenos hábitos y autonomía en lo relativo a la alimentación, la higiene y el sueño, especialmente. Tras alguna esporádica reflexión, sé que no era “convencimiento”, sino ignorancia ante la existencia de otras formas de hacer las cosas. En definitiva, pensaba que sólo se podía criar BIEN a un hijo caminando por aquel sendero, sin desviarse, porque otros caminos conducían al famoso malcriamiento, o al exceso de mimosería, o a la anarquía doméstica, entre otros males parentales. Conclusión tras dos años siendo mamá: hay tantas formas de criar BIEN a un niño como padres que quieren que sus hijos sean felices –en el presente, y en el futuro- existen[1].

Autonomía, en nuestro contexto, según la RAE, es “Condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie.” No soy maestra de infantil, pero pongo mi mano en el fuego a que cuando cualquier niño de tres años va a ser matriculado en cualquier colegio, autonomía y sus derivados son las palabras que más suenan en la primera reunión del curso. A esas edades (entre dos años y medio y tres años), muchos niños no saben sonarse, ni ponerse los zapatos, ni limpiarse el culete, ni pelar un plátano sin ayuda. Y todo eso, queridos amigos, aunque parezca una estupidez, en una clase de 25 niños dependientes de una sola maestra, es un gran problema. Mi percepción es que la falta de autonomía genera pequeñas dificultades en personas pequeñas, pero enormes problemas en personas adultas.

Deformación profesional, será, pero la idea de criar en la dependencia a mi hija me obsesiona. Quiero evitarlo, sobre todas las cosas.  Quizás sea ese miedo el que me empuja a armarme de paciencia (Yo, Doña Prisas Cosas Que Hacer) cuando la animo a que suba y baje las escaleras de nuestro edificio –vivimos en un tercero sin ascensor-, aunque tardemos el triple; cuando nos sentamos a comer los tres, cada uno con su plato, cubiertos y vaso, a pesar de cubrirla con un babero-chubasquero y tener que barrer y fregar las zonas próximas a su trona tras la cena (esto ha mejorado una barbaridad los últimos meses, todo sea dicho); cuando se le pone un poquito de champú en la palma de la mano para que se enjabone el pelo, sabiendo que algo acabará en su cabeza, pero la mayoría, en su boca; etc.

Parece fácil pasar. Incluso podrían vislumbrarse brochazos de cierta irresponsabilidad si se deja al bebé moverse libremente, arrastrándose a los 10 meses, cayéndose a los 13 y alejándose a los 22. Si se le presenta la comida y el bebé decide qué, cómo y cuánto llevarse a la boca. Si se permite que duerma donde y cuando él quiera.  La Adriana de hace tres años hubiera interpretado todas esas acciones como señas de irresponsabilidad. Nada más lejos, según mi experiencia. Basta pasar un día con un bebé para contabilizar cientos de actividades cotidianas que cualquier adulto preferiría hacer él mismo, a pesar de ser consciente de que el niño es perfectamente capaz de hacerlas, sólo por propia comodidad o por diferentes miedos.

Con tres años le doy el puré, con ocho le hago la tarea del cole y con diecisiete le gestiono la matrícula de la universidad, pero después me pregunto por qué no asume las lógicas responsabilidades de la vida adulta. Qué extremista soy, mishijos. Lo sé.



[1] Con niño, padres e hijos me refiero a niño y niña, padres y madres e hijos e hijas. Economía lingüística, nunca sexismo. Gracias.

viernes, 19 de julio de 2013

Destete en 3, 2, 1...

Nunca he escrito sobre las peripecias lácteas de una madre recién incorporada a la jornada laboral tras finalizar el permiso de maternidad. Ahora que Nerea “lo está dejando”, creo que es el momento de hacerlo. Desde la distancia.

Uniendo permiso de maternidad (16 semanas), período de lactancia acumulado (28 días) y vacaciones (31 días), me incorporé al trabajo cuando Nerea tenía cinco meses y medio. ¿Qué milagro puede darse para que, tal y como recomiendan los expertos en salud (OMS, Asociación Española de Pediatría…), el bebé se alimente exclusivamente de leche materna, si la mamá no está durante ocho horas al día, como mínimo? En mi caso, mi milagro se llama Mami. No pude permitirme una excedencia, pero mi madre tuvo el valor y las ganas de renunciar a su sueldo durante tres meses para cuidar de su nieta. Ella se encargó de seguir mis indicaciones sobre la alimentación de Nerea, dejó a un lado sus opiniones y experiencias, y respetó todas mis decisiones. Nunca terminaré de agradecérselo lo suficiente.

El primer día que me incorporé, los pechos iban a reventarme antes de llegar a la hora del recreo. Entre mis cosas de clase y mi bolso, una bolsita con mi mini-nevera, sacaleches y bolsitas especiales para almacenar el líquido. Preocupación por manchar la camiseta, preocupación porque me pillaran en plena faena de extracción, preocupación porque Nerea quisiera más, preocupación por preparar el pack por la noche tras lavarlo y esterilizarlo, y etcéteras.

Los días de trabajo también por la tarde, cerraba la clase y ¡venga, a ordeñarme! Sí, sí, a ordeñarme. Lo digo intencionadamente de forma despectiva, y con rabia. No es algo cómodo. No es fácil hacerlo. Una madre trabajadora que decide alimentar a su bebé con su leche no tendría por qué extraerse leche si existieran buenas políticas de conciliación (qué cruz) que les permitieran permanecer juntos, al menos, seis meses. Comprendo, después de haber pasado por ese período, que muchas madres decidan abandonar la lactancia natural cuando se incorporan al trabajo. Pero, claro está, es posible mantenerla, si se quiere. Que Nerea tuviera casi seis meses facilitó el asunto. Adelantamos dos semanas la introducción de la alimentación complementaria para poder jugar con otras cartas en caso de que el bibe de leche materna no saciara el hambre. Nerea acogió muy bien la introducción de otros alimentos porque llevaba ya semanas con interés puesto en nuestra comida. Otra entrada se merece la alimentación complementaria. La haré.

En septiembre del año pasado, con un año y tres meses, Nerea decidió no querer más leche de mami si no era directamente de la teta. Guardé mi sacaleches. Dejó de pedírmelo “en público” por aquel entonces. Se limitó sólo a mamar de noche y alguna vez para dejarse dormir en la siesta. 

Hace unos doce días que no me pide “tetita”, como ella dice. Y ya van tres o cuatro meses así: está días sin pedirlo, una noche pide, chupetea un poco (apenas nada), me mira y dice: “no me gusta tetita”. “¿Sale leche?”, le pregunto. “Sí, está rica, pero no me gusta tetita”, y deja de mamar enseguida, con cierta cara de asco. Es tremendamente expresiva, para todo.


Los primeros sueños nocturnos sin interrupciones (que fueron hace, como mucho, cinco meses) aliviaron mi cansancio. Ahora me dejan un tanto vacía. Siento tristeza porque algo único que sólo ella y yo compartimos está desapareciendo. Una interdependencia que se desvanece, naturalmente. 

jueves, 13 de junio de 2013

Feliz segundo cumpleaños

No quisiera olvidar nada. Ni el dolor.

En aquel 13 de junio hubo magia. Magia natural y nada extraordinaria. Magia de la que ocurre cada día.

Lo repetiría hoy. Hora a hora. Contracción a contracción.

Aquel 13 de junio cambié. Soy otra Adriana, que reconoce a la anterior pero se siente lejos de ella, como cuando escuché por primera vez mi voz en una grabación, o vi mi cara en un vídeo. La misma sensación de extrañeza, de no pertenencia. Entonces ya era feliz. Pero desde que Nerea está, lo soy plenamente.

El 13 de junio de 2011 dejé de hablar, de pensar, de vivir, de ser en singular.  Cito a Chiara Gamberale en La luz en casa de los demás: “sé que todos los días nace alguien […]. Cuando te toca a ti te crees que es la primera vez que ocurre, la primera vez en absoluto. Y hoy me parece que ninguna mujer, aparte de mí, ha sido nunca Mamá.” Así, con precisión matemática, me sentí aquel caluroso lunes a la hora del almuerzo. Como si yo hubiera sido la primera y única Mamá que abrazaba y besaba al primer y único Bebé.

Última contracción. Agotamiento que se aleja lentamente. Me inclino, agarro a Nerea y la acuesto sobre mí. Dos horas que vuelan mientras aquella niña con segundos de vida intenta reptar hacia mi pecho. Una hora, o más, no sé, que se eterniza sin ella. Vuelve, la acuesto junto a mí y la contemplo, la acaricio, la beso.

Han pasado dos años de esos primeros momentos. Hoy ha sido un día intenso. Por primera vez abrió regalos siendo consciente de qué significaba romper un envoltorio. Disfrutó, disfrutamos muchísimo. Cayó rendida. La contemplo, la acaricio, la beso.


Felicidades, Nerea. 

martes, 5 de febrero de 2013

Maestros y padres, a Finlandia



            Me pasa siempre que termino de ver Salvados: Acabo con una resaca de frustración y malestar que tarda unos días en volver a ser sólo latente. El domingo pasado esa sensación se triplicó porque tocaron lo que más me atañe y me importa. En el colegio no se ha hablado de otra cosa, todos estuvimos pegados al televisor. Supongo que el 90% de los docentes de España lo vimos.

         Desde entonces, mis búsquedas en internet tienen dos objetivos claros:
1)     si existe la posibilidad de poder trabajar en Finlandia sin perder mi puesto aquí y tener nuestro segundo hijo allí,
2)     si puedo comprar un sonómetro en forma de semáforo como el que utilizaban los finlandeses para medir el nivel de ruido en el comedor para ponerlo en mi clase ¡ya!.

La euforia es lo que tiene. Cuando se desvanece, redescubres las cadenas: hipotecas, familiares, desconocimiento absoluto del idioma, miedos a lo nuevo. Eso, y que me descontaron este mes de mi nómina el día de huelga, así que mi queridísimo sonómetro tendrá que esperar.

Utopías aparte, me encantó el programa. Me pareció acertadísima la comparación de datos objetivos entre los dos sistemas educativos: número de alumnos por maestro, horas de clase, costo de materiales, comedor, etc., porcentaje de escuelas públicas… Sí que eché de menos más profundidad en analizar la educación española. Algunos datos bailaron (dependen de las autonomías), pero, bueno, supongo que se trataba de poner el foco en las deficiencias más alarmantes. ¡Otro Salvados sobre educación pronto, por favor! Bueno, uno más, o varios, porque sólo con explicar por qué existen los centros concertados tendrían material de sobra. Y, ya que estoy pidiendo, otro Salvados sobre lo maravilloso y fantástico que es ser padre y madre en este país, gracias a la estupenda e inmejorable ley de conciliación laboral y familiar. Lloré de envidia –más bien de indignación- cuando aquel papá catalán explicaba que su mujer había tenido un año de permiso de maternidad, él seis meses y que podían continuar así hasta los tres años, con sus reducciones de sueldo correspondientes, pero siempre remunerados. Si es que mientras lo escribo me enfermo…

En la entrada Sentimientos compartidos mencioné precisamente que, en mi opinión, el fracaso escolar está estrechamente ligado a esa limosna para padres que existe en España denominada permiso de maternidad y paternidad. Y así lo hizo ver el programa del domingo: que los padres puedan pasar tiempo con sus hijos es fundamental para una educación de calidad.