No hay más vuelta de hoja: el
consumismo nos inunda hasta el punto de modificar (o crear) los valores de una
sociedad. Sin embargo, nunca la presencia de este fantasma capitalista había
sido, a mis ojos, tan obvia como hasta ahora, que mi forma de entender el mundo
y lo preestablecido han cambiado radicalmente gracias a mi amor por una bichita
de quince meses.
Los últimos meses de embarazo,
especialmente para los papás y abuelos primerizos, son una carrera consumista
contrarreloj para preparar lo necesario para la llegada del bebé: cochecito,
cuco y capazo. Minicuna, cuna, habitación reformada, muebles nuevos. Sábanas,
ropita de bebé. Esterilizadores, chupas, baberos, biberones. Termómetro para el
agua del baño, bañera, gel, champú, crema hidratante para el cuerpo y
reparadora para el culito. Hamaca. ¡Pañales! Gasas, alcohol de no sé cuantos
grados, toallas específicas para el bebé. Parque. Manta para el suelo. Los
cojines ésos para que no sé de la vuelta. Calientabiberones. Leche maternizada.
Mochila portabebés. Trona. Cojín de lactancia. Peine y cepillo. Mueble
cambiador…y etcéteras eternos.
Nerea no usa chupa, nunca la
quiso. Durante el primer mes, aparte de que era una niña que apenas lloraba, yo
evité a toda costa su uso, por miedo a que interfiriera en la lactancia –así me
lo habían explicado pediatras y matronas: primer mes, ni biberones, ni chupas-.
Hacia el tercer mes, mi niña sintió una poderosa atracción por su pulgar
derecho. El “¡ay, ese dedo!”, acompañado de un golpecito autoritario en su mano
y vaticinios extraños sobre deformaciones y enfermedades, por parte de amigos,
conocidos y especies varias, me tiene francamente harta. Si fuera un trozo de
plástico que se compra en la farmacia, nadie se tomaría la molestia de
reprender a un bebé de su edad por metérselo en la boca. Algunos consideran que
las preferencias de Nerea son una especie de “golpe” del karma o de castigo
divino: como yo no quería ponerle chupa a la niña, va la niña, y pa’ joder a la
madre, se chupa el dedo. En fin.
Tampoco usa la habitación que su
padre y yo pintamos y decoramos antes de que ella naciera. Ahora es un almacén
– cuarto de la plancha – despacho – vestidor. Su verdadero cuarto es el
nuestro. La cuna está a un palmo de mí, aunque la mayoría del tiempo duerme en
nuestra cama. En nuestra ignorante felicidad, aireábamos nuestros trapos tan
alegremente, hasta que nos dimos cuenta de que no se ve bien que papá y mamá
duerman con el bebé. Hay razones para argumentar esta afirmación para todos los
gustos: desde que el bebé puede morir aplastado por los padres hasta que se
corre el riesgo de que se acostumbre y nunca
aprenda a dormir solo. Así que “hay que” enseñar a los bebés a dormir en su
cuna, con sus sábanas hipoalergénicas, en su habitación recién decorada, bien
ventilada, con el purificador de aire encendido, las luces tenues con forma de
nubes que se reflejan en el techo, el móvil de cuna con sensores de llanto
preparado y el walkie talkie con vídeo en modo nocturno listo, para que su mamá
y su papá puedan dormir tranquilos al otro lado del pasillo y, a la mínima que
el aparato avise, correr hacia el cuarto del niño. Encuentro como mínimo
curioso que se haya inventado un aparato que permita controlar al bebé desde
otra habitación. La mamá necesita el contacto con su hijo. (Y, por supuesto, el
hijo necesita aún más si cabe el contacto con su madre.) Pero nos han grabado a
fuego en nuestra consciencia occidental que debemos separarnos de nuestros
bebés, cuanto antes, mejor, porque es lo mejor para ellos y para nosotros. Pero
nuestro instinto nos despierta y nos hace levantarnos y abrir la puerta de la
habitación para ver si el niño está bien. La industria se aprovecha: si adquieres
dicho aparatito por la módica cantidad de doscientos y pico euros puedes
quedarte tranquilo, lo estás haciendo bien. Curiosamente, antes de que mi
gordita naciera, yo estaba plenamente convencida de que así se habían de hacer
las cosas para conseguir un hijo autónomo e independiente. Ahora me sitúo en un
punto opuesto, mira por dónde. Pero no pongo esfuerzos en convencer a nadie de
que nuestra decisión es la correcta porque, simplemente, no lo es. Es la que
funciona en mi pequeña familia, y con la que somos felices. Los detractores nos
condenan a un futuro en el que nuestra hija nunca se irá de nuestra cama. Nosotros nos
limitamos a disfrutarlo. Lo echaremos de menos cuando decida marcharse.
Lo de la comida para bebés
también merece un capítulo aparte. Mi niña aún no ha probado la leche
artificial. Aunque si fuera por el enfermero de pediatría, se la hubiera tenido
que enchufar (sin ningún motivo) a los nueve meses. De hecho, se echó las manos
a la cabeza cuando respondí con un sorprendido “no” a su pregunta: “¿ya le
diste mi primer Danone?”. Para los
que no saben qué es, mi primer Danone es
un yogur fabricado con leche de continuación, azucarado, con cosas químicas y
más grande y mucho más caro que un yogur corriente. Vamos, su primera mierda consumista. Un bebé no
necesita eso en ningún caso. Tampoco es necesario darle papillas de diecisiete
cereales y medio. Ni compotas de frutas. Nerea, desde los diez meses, quiere
comer sola. No le gusta lo triturado y le encanta picotear de nuestra comida.
Aunque le cuesta, pincha con el tenedor y con una coordinación sorprendente se
lo lleva a la boca. Claro está, a su alrededor todo termina salpicado de
comida. Qué le vamos a hacer. Aprende un sinfín de cosas comiendo sola. Pero
algunos no entienden que nos saltemos el paso obligatorio de doblegar su voluntad para que coma lo que otros le
dan. Es lógico: trozos de verdura guisada que la niña come sus propios dedos no
alimentan lo mismo que un mix de los mismos ingredientes que aterriza en su
boca con una chuchara pilotada por quien sea. (¡¿?!)
Un bebé no necesita una chupa, ni una habitación propia, ni alimentarse a
base de comida especial para bebés. Aunque nos hayan hecho creer lo contrario. De
verdad, cada segundo me convence más la percepción de que lo normal tiene más que ver con un
consumismo dictador, que empequeñece nuestra libertad de pensamiento e invalida
lo diferente, que con el sentido común.