miércoles, 18 de abril de 2012

Recortes en educación


He leído y oído eso de “volvemos a lo de antes” innumerables veces desde que Wert anunció las fantásticas medidas que se aplicarán en educación. Incluso el PSOE ha declarado que estos recortes “suponen un retroceso de 30 años”.

Estas afirmaciones camufladas de pesimismo ante el tijeretazo económico son asombrosamente optimistas si aterrizamos en la realidad de una clase en la actualidad. Treinta y pico alumnos en una clase de hace treinta años no son lo mismo que treinta y pico alumnos en una clase de ahora. Ni de lejos. No sólo por la obviedad de que la sociedad ha cambiado, sino porque las sucesivas reformas han modificado casi de raíz el fenómeno educativo.

La integración de niños con necesidades educativas especiales en el aula ordinaria es un buen ejemplo de ello. Hace veinte años no existía la integración. Los alumnos con problemas acudían a centros llenos de niños con problemas. Y a los alumnos problemáticos (aquellos “flojitos” o con comportamiento inadecuado) se les iba apartando poco a poco del sistema; total, la secundaria no era obligatoria. Hoy todos los alumnos (con problemas, problemáticos y sin problemas aparentes) forman parte de un mismo grupo. Así que en las aulas masificadas de antes se respiraba cierta sensación de homogeneidad. Era  prácticamente imposible imaginar un alumno en 3º que no supiera leer. En un tercero actual podemos encontrar fácilmente niños que no saben leer, niños con trastornos del desarrollo, niños con síndrome de Down… y veinte más, cada uno diferente del otro. Ya no se contempla al grupo, sino al individuo. Así que, desde esta perspectiva, miremos a una clase con treinta y pico niños hoy.

Rotundamente no. No volvemos a lo de antes. Nos encaminamos a algo muchísimo peor. Me aterroriza mirar al futuro. No por tener que trabajar el doble, cobrar menos y sufrir más. Sino por mi hija, por tus hijos, por el niño de mi clase que me manchó de témpera el pantalón esta mañana, por la niña de cuarto que ayer me preguntó sonriente por mi familia en los pasillos…

sábado, 14 de abril de 2012

Sentimientos compartidos

Quedaban pocos días para que mi permiso de maternidad (sumado a mis vacaciones y al período de lactancia acumulada)  expirara y, a falta de un blog que por aquel entonces no existía, escribí esto en facebook:

Bonita manera de comenzar tiene el nuevo gobierno: saltándose a la torera la ley con la elección de Soraya Sáenz de Santamaría como "negociadora" en el traspaso de poderes. La ley que establece que el permiso de maternidad ha de ser OBLIGATORIO durante las seis semanas posteriores al parto. Precisamente se decidió que esto fuera así para que empresarios dictadores no pudieran privar a las madres empleadas de su derecho. ¿Qué mensaje está dando esta mujer a la sociedad?, ¿que las 16 semanas de permiso son excesivas?, ¿que a la semanita de dar a luz una puede estar estupenda y maravillosa para ponerse a currar?... o peor: ¿que un bebé no necesita estar con su madre ni siquiera a la semana de haber nacido?, ¿que el PP comienza su legislatura infringiendo una ley?


No sé qué podemos esperar las madres (y padres, que los hay) que desesperamos por leyes que nos permitan pasar más tiempo con nuestros hijos, si el propio gobierno se llena la boca con la mierda de ley de "conciliación familiar y laboral" y después sale una tipa "recién parida" trabajando en Moncloa de sol a sol por la tele.

Para todas las que hemos sido madres (pongo mi mano en el fuego a que es así), 16 semanas de permiso son insuficientes. Insuficientes para alimentar al bebé tal y como recomiendan los médicos (seis meses a teta, en exclusiva); insuficientes emocionalmente para la mamá; insuficientes para el bebé que durante el primer año de vida necesita muchísimo a su mami. 

Me incorporo al trabajo en una semana. Y he escrito esto con rabia y dolor. Y llorando porque se me está haciendo un mundo tener que separarme de mi gordita. Sí, ya sé, que "todas las mamás han pasado por esto", que "hace años era mucho peor", que "cuatro meses es un montón de tiempo"... Cada vez estoy más convencida de que el alarmante fracaso escolar está íntimamente relacionado con la naturalidad con que se ve que un niño (de 0 a 12 años) permanezca separado de su padre o de su madre la mayor parte del día. 

Desahogo conseguido.

Me sentía dolorosamente sola e impotente en mi sufrimiento. Me preguntaba constantemente qué podía hacer. Cómo luchar. A quién tenía que unirme. Dónde había que firmar. 

Buscando, descubrí la comunidad Conciliación Real Ya, que me permitió comprobar que, por supuesto, había muchísimos papás y, sobre todo, mamás que, como yo, rogaban soluciones inmediatas al problema de la "inconciliación" laboral y familiar. Y como de granos está hecho el desierto, me uno a formar parte de esta empresa "bloguera". 

Quiero pensar que algo se moverá algún día si cada vez somos más los que nos unimos a luchar por la esperada conquista de poder pasar más tiempo con nuestros hijos sin tener que renunciar a nuestro trabajo. A no ser que, de repente, esa marea de padres y madres guerreando en la red se convierta en ilegal. 


martes, 10 de abril de 2012

¿Y ahora, qué? Los miedos y las preocupaciones durante el embarazo.

La percepción subjetiva del paso del tiempo se intensifica drásticamente durante el embarazo. Los tiempos de espera se vuelven eternos y, sin embargo, ves cambios en tu cuerpo de un día para otro, en dos días ya han pasado meses, sin darte cuenta has llegado a la fecha probable de parto.

Es raro. Aprendes a medir el tiempo en semanas y a marcar límites a superar según los controles en la consulta médica. Ahí es cuando se alargan los días, cuando te inundan las preocupaciones, cuando esperas ansiosa un rotundo "está todo bien", cuando, al marcharte de la consulta, sientes alivio por lo que ahora sabes y desesperación por lo que dejas de saber. Primero, a las doce semanas. Todo está bien. Es uno. Felicidades. Después, a las 20. Es niña. Sonreímos. Ya podemos dirigirnos a ella por su nombre. De repente, silencio: -¿Trabajas?-, me pregunta la doctora. Ya está; algo que falla. Empieza a explicar que no es grave, que muchas veces el estrés juega malas pasadas, que me va  dar la baja para que me relaje y para que vuelva todo a la normalidad. Pero es un pero. Un pero que retumba tan fuerte que las palabras que le siguen pesan y se arrastran con lentitud. Oigo "riñón" y se me cae el alma cuando vienen a mi mente los antecedentes familiares de los que jamás dije nada  porque ni siquiera los contemplaba cuando me preguntaban por "deformaciones o enfermedades graves en la familia". Cabía la posibilidad de que a la niña le estuvieran fallando los riñones y orinara poco o nada; de ahí que la escasa cantidad de líquido amniótico rozara preocupantemente los límites de la normalidad. 

Pasaron quince días en los que intenté por todos los medios estar lo más relajada posible. Y funcionó. Volvía a tener un volumen de líquido normal. Suspiré con alivio y alegría.

Trabajé hasta la semana 34 de embarazo, cuando, según lo establecido por la sanidad pública, se realiza la última ecografía para los embarazos normales. Todo estaba bien. Menos mal. Desde febrero hasta finales de abril el tiempo voló.  A punto estuve durante el proceso de ser diagnosticada como diabética gestacional, pero escapé por los pelos. Eso sí, tuve que pasar dos veces por la prueba interminable de la glucosa. No me pareció especialmente asqueroso aquel líquido que me supo a fanta hiperedulcorada. Pero, para mí, glotona sin límite conocido, estar en ayunas hasta las once y pico de la mañana suponía un castigo insufrible. 

Cosas de la vida, en la semana 38 decidí pasar por la consulta privada para saber si el ginecólogo era capaz de predecir si mi parto se acercaba. Entonces volvió a ocurrir. Silencio. Un larguísimo silencio. Cara de preocupación en el doctor. Otra vez los riñones. - Puede que sea algo relativamente común y que no le afecte en su vida normal.- explicó.- O, te lo tengo que decir, no puedo afirmar con seguridad que no sea un tumor. Con el informe que el ginecólogo me hizo, fui a la matrona de la seguridad social que me había hecho el seguimiento de mi embarazo y me derivó al hospital para que, con una nueva ecografía, establecieran la importancia de la malformación y actuaran en consecuencia. El diagnóstico que me dieron allí descartó por completo la presencia de un tumor y me indicaron que, hasta que la niña naciera, no había nada más que ver o que hacer. Así que volvieron a hacerse largas las semanas y acrecentaban mis deseos de tener a esa bichita en mis brazos para comprobar que "todo estaba bien". Por algún mecanismo que se escapa a mi entendimiento, estuve relativamente tranquila con respecto a la malformación renal de mi bebé. Quizás porque,  hasta que di a luz, todos mis miedos y preocupaciones volvieron a centrarse casi de forma exclusiva a la infinidad de situaciones que podían darse en el parto. 

El parto. Ese es otro cuento.