domingo, 5 de abril de 2020

GRIETAS ESTRUCTURALES


Nunca nos imaginamos así.

Nos han caído encima litros de agua helada que nos han hecho congelar la realidad que hasta ahora nos había arrastrado, impetuosa, contra piedras y por cascadas. En estos canales limpios y pausados por los que nos toca navegar ahora comienzan a vislumbrarse nuestras vergüenzas, errores y desastres de siempre.

El sistema nos ha empujado a identificar como correcta y necesaria una forma antinatural de vivir en muchos aspectos. Me centro en tres que casi son uno: la familia, la crianza y la infancia.

Me repito en esto: estoy convencida de que gran parte del fracaso escolar está íntimamente ligado, entre muchas otras cosas, y en un análisis simplista (lo que me permite mi razonamiento, mi formación y experiencias) a la normalización con la que se pone en manos de otras personas la crianza de nuestros propios hijos e hijas, desde las dieciséis semanas de vida, en contra de toda teoría, de toda emoción y de toda evidencia. Y, a partir de ahí, el triste resto. La infancia se invisibiliza (ojalá hiciéramos más caso a Tonucci), las criaturas “molestan” y se silencian en una sociedad abocada a la producción y al consumo, y venga, papá, venga, mamá, que no pasa nada porque estén más de ocho horas en el colegio, que allí los cuidan incluso mejor que ustedes. Jornadas laborales interminables y precariedad, por nombrar lo más sangrante, unen fuerzas a lo anteriormente comentado para formar un cóctel que impide a las familias corresponsabilizarse del proceso educativo de sus hijas e hijos adecuadamente, tal y como establece la ley.

Deberíamos sentir un superficial vistazo a los países nórdicos como una bofetada. Qué casualidad. La familia y la infancia pesan enormemente en las decisiones políticas y, curiosamente, la educación, admirada por todo el planeta, también. Mientras en España, las niñas y los niños y sus necesidades parecen haber desaparecido del país al mismo tiempo que la actividad lectiva presencial (las necesidades de las mascotas, por ejemplo, sí se han tenido en cuenta desde el primer día de este estado de alarma), en Noruega, la primera ministra, Erna Solberg, ofreció el 16 de marzo una rueda de prensa sobre el Coronavirus en exclusiva para el público infantil en la que era éste, y no los periodistas, quien hacía las preguntas. Es ilustrador.

Llevo unas semanas sintiéndome muy pequeña, casi insignificante con respecto al papel que me ha tocado jugar como maestra y parte de la escuela pública. La humildad me inunda la mirada y refuerza el convencimiento de que la idea anacrónica de la escuela como transmisora de conocimientos y aislada, sin una red robusta de administraciones, instituciones y asociaciones que trabajan en comunidad, se resquebraja.

La escuela pública, como rezan todas y cada una de las leyes educativas hasta la fecha en España, existe para garantizar la igualdad de oportunidades. Y eso se consigue no sólo con lo que se puede hacer en y desde la escuela tal y como la entendemos ahora, sino con una fuerte sacudida a todo el sistema. Desde políticas valientes para poder volver a depositar la responsabilidad de la crianza en las familias, hasta un huracán que transforme a las escuelas, por fin, en centros de atención integral a la Infancia, conformados por profesionales de muchas y diferentes disciplinas: magisterio, psicología, sanidad, trabajo social, sociología e, incluso, arquitectura. Y así, volveremos la mirada a lo importante, que podemos simplificar en los objetivos de la educación primaria, según la legislación vigente. Me quedo, por resumir, con el primero de ellos: convivir y respetar los derechos humanos y el pluralismo de una sociedad democrática.

Andado este camino, me paraliza la autocrítica como agente educativo. Si el papel de la educación pública actualmente poco o nada tiene que ver con la mera transmisión de conocimientos y mucho o todo con garantizar la igualdad de oportunidades y la formación de personas con la capacidad de convivir y ejercer una ciudadanía activa, crítica, respetuosa y responsable, ¿cómo demonios, hoy, vamos a contribuir a eso desde la individualidad de nuestros hogares, desde la distancia social, desde lo ajeno y desde el desconocimiento pormenorizado de la auténtica realidad de cada una de nuestras familias? Eso, que es lo esencial, se pierde y se olvida en todos y cada uno de los pasos que ha dado nuestra Consejería hasta el momento, y, especialmente, en las últimas instrucciones publicadas para todos los centros educativos de Canarias, independientemente del nivel educativo o del contexto.

Comprendo la dificultad en la toma de decisiones. No quisiera, de ninguna de las maneras, verme en la piel de las personas que deben pensar y decidir por toda la Comunidad Educativa. Pero estamos ante la oportunidad de parar, de reflexionar, de replantear nuevos cimientos, de escuchar a los que más tierra pisan.

No hay prisa. De verdad que no. No hay ninguna prisa para completar un currículum (cojo de por sí, si las aulas están vacías), para dar más actividades de repaso, para practicar algoritmos matemáticos descontextualizados, para memorizar el proceso de la digestión o para identificar sustantivos en un texto. Lo que verdaderamente urge en estos momentos es que se garantice el bienestar de esos menores que sabíamos que sus condiciones no eran las óptimas en cuanto a alimentación, en cuanto a higiene, en cuanto a cuidado, desde lo más físico a lo puramente emocional.

Lamento profetizar que todos los dispositivos y recursos para la conectividad que la Consejería y los centros pudieran facilitar a las familias no van a servir para prácticamente nada bueno. La dificultad principal rastreada en nuestro colegio no está en la escasez de recursos o en la falta de conexión, está en la incapacidad de las familias de ayudar a sus hijos e hijas en el proceso educativo de forma aceptable, bien por falta de tiempo o formación, bien porque las circunstancias y la realidad de sus hogares obligan a un nuevo establecimiento de prioridades (salud, economía, cuidado de otras personas dependientes, etc.). No podemos depositar de golpe todo el peso en las familias, cuando el sistema las ha despojado de las herramientas más básicas.

Si finalmente se opta por materializar ese reparto de recursos, ¿qué va a ocurrir en los hogares con más de un menor en edad  escolar?, ¿estamos en disposición de aceptar que todos los menores realizarán un uso responsable y adecuado de las tecnologías?, ¿cómo controlaremos que esos menores, a los que se les está facilitando las herramientas, no recurran a la pornografía o no queden expuestos ante todos los peligros de la red?, ¿garantizaremos con esto la atención individualizada a todas las necesidades educativas?, ¿están preparadas todas y cada una de las familias para apoyar al alumnado en este proceso?. Esa limitada respuesta educativa que podamos ofrecer, ¿disminuirá o aumentará las desigualdades? ¿Qué hacemos con toda esa parte del currículum que tanto tiempo nos ha costado integrar en nuestra práctica docente presencial (lo competencial, lo relativo a la convivencia y la cohesión de grupos, la educación emocional…)?

Me desgarra el alma,  buceando en lo concreto, tener que “entregar notas” de la segunda evaluación. De esta manera y en estas condiciones. Sabiendo que muchas familias y muchos niños y niñas las recibirán con incomprensión, y sin poder obtener una explicación cálida y cercana por parte de la tutora o el tutor. Y, sobre todo, si la finalidad de la evaluación es el aprendizaje, ¿qué aprendizaje se va a construir o mejorar, sin vislumbrar tan siquiera un horizonte?

Entiendo que en la intención de dar una pronta respuesta educativa ante esta situación anómala y excepcional, la brecha digital se haya posicionado como principal enemigo a combatir. En mi opinión, es sólo un espejismo parcheable, y a medias.

La brecha digital es, en realidad, brecha social. Necesitamos sensibilidad y sensatez para atender lo urgente y reparar, poco a poco, sin prisas ni bandazos, las grietas estructurales.