domingo, 28 de julio de 2013

Educar en autonomía y otras contradicciones

Ya lo confesé una vez. Antes de que Nerea hiciera tambalear mis pilares educativos, estaba convencida de que los bebés debían someterse al cumplimiento riguroso de ciertas rutinas para favorecer buenos hábitos y autonomía en lo relativo a la alimentación, la higiene y el sueño, especialmente. Tras alguna esporádica reflexión, sé que no era “convencimiento”, sino ignorancia ante la existencia de otras formas de hacer las cosas. En definitiva, pensaba que sólo se podía criar BIEN a un hijo caminando por aquel sendero, sin desviarse, porque otros caminos conducían al famoso malcriamiento, o al exceso de mimosería, o a la anarquía doméstica, entre otros males parentales. Conclusión tras dos años siendo mamá: hay tantas formas de criar BIEN a un niño como padres que quieren que sus hijos sean felices –en el presente, y en el futuro- existen[1].

Autonomía, en nuestro contexto, según la RAE, es “Condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie.” No soy maestra de infantil, pero pongo mi mano en el fuego a que cuando cualquier niño de tres años va a ser matriculado en cualquier colegio, autonomía y sus derivados son las palabras que más suenan en la primera reunión del curso. A esas edades (entre dos años y medio y tres años), muchos niños no saben sonarse, ni ponerse los zapatos, ni limpiarse el culete, ni pelar un plátano sin ayuda. Y todo eso, queridos amigos, aunque parezca una estupidez, en una clase de 25 niños dependientes de una sola maestra, es un gran problema. Mi percepción es que la falta de autonomía genera pequeñas dificultades en personas pequeñas, pero enormes problemas en personas adultas.

Deformación profesional, será, pero la idea de criar en la dependencia a mi hija me obsesiona. Quiero evitarlo, sobre todas las cosas.  Quizás sea ese miedo el que me empuja a armarme de paciencia (Yo, Doña Prisas Cosas Que Hacer) cuando la animo a que suba y baje las escaleras de nuestro edificio –vivimos en un tercero sin ascensor-, aunque tardemos el triple; cuando nos sentamos a comer los tres, cada uno con su plato, cubiertos y vaso, a pesar de cubrirla con un babero-chubasquero y tener que barrer y fregar las zonas próximas a su trona tras la cena (esto ha mejorado una barbaridad los últimos meses, todo sea dicho); cuando se le pone un poquito de champú en la palma de la mano para que se enjabone el pelo, sabiendo que algo acabará en su cabeza, pero la mayoría, en su boca; etc.

Parece fácil pasar. Incluso podrían vislumbrarse brochazos de cierta irresponsabilidad si se deja al bebé moverse libremente, arrastrándose a los 10 meses, cayéndose a los 13 y alejándose a los 22. Si se le presenta la comida y el bebé decide qué, cómo y cuánto llevarse a la boca. Si se permite que duerma donde y cuando él quiera.  La Adriana de hace tres años hubiera interpretado todas esas acciones como señas de irresponsabilidad. Nada más lejos, según mi experiencia. Basta pasar un día con un bebé para contabilizar cientos de actividades cotidianas que cualquier adulto preferiría hacer él mismo, a pesar de ser consciente de que el niño es perfectamente capaz de hacerlas, sólo por propia comodidad o por diferentes miedos.

Con tres años le doy el puré, con ocho le hago la tarea del cole y con diecisiete le gestiono la matrícula de la universidad, pero después me pregunto por qué no asume las lógicas responsabilidades de la vida adulta. Qué extremista soy, mishijos. Lo sé.



[1] Con niño, padres e hijos me refiero a niño y niña, padres y madres e hijos e hijas. Economía lingüística, nunca sexismo. Gracias.

viernes, 19 de julio de 2013

Destete en 3, 2, 1...

Nunca he escrito sobre las peripecias lácteas de una madre recién incorporada a la jornada laboral tras finalizar el permiso de maternidad. Ahora que Nerea “lo está dejando”, creo que es el momento de hacerlo. Desde la distancia.

Uniendo permiso de maternidad (16 semanas), período de lactancia acumulado (28 días) y vacaciones (31 días), me incorporé al trabajo cuando Nerea tenía cinco meses y medio. ¿Qué milagro puede darse para que, tal y como recomiendan los expertos en salud (OMS, Asociación Española de Pediatría…), el bebé se alimente exclusivamente de leche materna, si la mamá no está durante ocho horas al día, como mínimo? En mi caso, mi milagro se llama Mami. No pude permitirme una excedencia, pero mi madre tuvo el valor y las ganas de renunciar a su sueldo durante tres meses para cuidar de su nieta. Ella se encargó de seguir mis indicaciones sobre la alimentación de Nerea, dejó a un lado sus opiniones y experiencias, y respetó todas mis decisiones. Nunca terminaré de agradecérselo lo suficiente.

El primer día que me incorporé, los pechos iban a reventarme antes de llegar a la hora del recreo. Entre mis cosas de clase y mi bolso, una bolsita con mi mini-nevera, sacaleches y bolsitas especiales para almacenar el líquido. Preocupación por manchar la camiseta, preocupación porque me pillaran en plena faena de extracción, preocupación porque Nerea quisiera más, preocupación por preparar el pack por la noche tras lavarlo y esterilizarlo, y etcéteras.

Los días de trabajo también por la tarde, cerraba la clase y ¡venga, a ordeñarme! Sí, sí, a ordeñarme. Lo digo intencionadamente de forma despectiva, y con rabia. No es algo cómodo. No es fácil hacerlo. Una madre trabajadora que decide alimentar a su bebé con su leche no tendría por qué extraerse leche si existieran buenas políticas de conciliación (qué cruz) que les permitieran permanecer juntos, al menos, seis meses. Comprendo, después de haber pasado por ese período, que muchas madres decidan abandonar la lactancia natural cuando se incorporan al trabajo. Pero, claro está, es posible mantenerla, si se quiere. Que Nerea tuviera casi seis meses facilitó el asunto. Adelantamos dos semanas la introducción de la alimentación complementaria para poder jugar con otras cartas en caso de que el bibe de leche materna no saciara el hambre. Nerea acogió muy bien la introducción de otros alimentos porque llevaba ya semanas con interés puesto en nuestra comida. Otra entrada se merece la alimentación complementaria. La haré.

En septiembre del año pasado, con un año y tres meses, Nerea decidió no querer más leche de mami si no era directamente de la teta. Guardé mi sacaleches. Dejó de pedírmelo “en público” por aquel entonces. Se limitó sólo a mamar de noche y alguna vez para dejarse dormir en la siesta. 

Hace unos doce días que no me pide “tetita”, como ella dice. Y ya van tres o cuatro meses así: está días sin pedirlo, una noche pide, chupetea un poco (apenas nada), me mira y dice: “no me gusta tetita”. “¿Sale leche?”, le pregunto. “Sí, está rica, pero no me gusta tetita”, y deja de mamar enseguida, con cierta cara de asco. Es tremendamente expresiva, para todo.


Los primeros sueños nocturnos sin interrupciones (que fueron hace, como mucho, cinco meses) aliviaron mi cansancio. Ahora me dejan un tanto vacía. Siento tristeza porque algo único que sólo ella y yo compartimos está desapareciendo. Una interdependencia que se desvanece, naturalmente.