Ya
lo confesé una vez. Antes de que Nerea hiciera tambalear mis pilares
educativos, estaba convencida de que los bebés debían someterse al cumplimiento
riguroso de ciertas rutinas para favorecer buenos hábitos y autonomía en lo
relativo a la alimentación, la higiene y el sueño, especialmente. Tras alguna
esporádica reflexión, sé que no era “convencimiento”, sino ignorancia ante la
existencia de otras formas de hacer las cosas. En definitiva, pensaba que sólo
se podía criar BIEN a un hijo caminando por aquel sendero, sin desviarse,
porque otros caminos conducían al famoso malcriamiento,
o al exceso de mimosería, o a la anarquía doméstica, entre otros males
parentales. Conclusión tras dos años siendo mamá: hay tantas formas de criar
BIEN a un niño como padres que quieren que sus hijos sean felices –en el
presente, y en el futuro- existen[1].
Autonomía,
en nuestro contexto, según la RAE, es “Condición de quien, para ciertas cosas,
no depende de nadie.” No soy maestra de infantil, pero pongo mi mano en el
fuego a que cuando cualquier niño de tres años va a ser matriculado en
cualquier colegio, autonomía y sus
derivados son las palabras que más suenan en la primera reunión del curso. A
esas edades (entre dos años y medio y tres años), muchos niños no saben
sonarse, ni ponerse los zapatos, ni limpiarse el culete, ni pelar un plátano
sin ayuda. Y todo eso, queridos amigos, aunque parezca una estupidez, en una
clase de 25 niños dependientes de una sola maestra, es un gran problema. Mi
percepción es que la falta de autonomía genera pequeñas dificultades en
personas pequeñas, pero enormes problemas en personas adultas.
Deformación
profesional, será, pero la idea de criar en la dependencia a mi hija me obsesiona.
Quiero evitarlo, sobre todas las cosas. Quizás
sea ese miedo el que me empuja a armarme de paciencia (Yo, Doña Prisas Cosas
Que Hacer) cuando la animo a que suba y baje las escaleras de nuestro edificio –vivimos
en un tercero sin ascensor-, aunque tardemos el triple; cuando nos sentamos a
comer los tres, cada uno con su plato, cubiertos y vaso, a pesar de cubrirla
con un babero-chubasquero y tener que barrer y fregar las zonas próximas a su
trona tras la cena (esto ha mejorado una barbaridad los últimos meses, todo sea
dicho); cuando se le pone un poquito de champú en la palma de la mano para que se
enjabone el pelo, sabiendo que algo acabará en su cabeza, pero la mayoría, en
su boca; etc.
Parece
fácil pasar. Incluso podrían
vislumbrarse brochazos de cierta irresponsabilidad si se deja al bebé moverse
libremente, arrastrándose a los 10 meses, cayéndose a los 13 y alejándose a los
22. Si se le presenta la comida y el bebé decide qué, cómo y cuánto llevarse a
la boca. Si se permite que duerma donde y cuando él quiera. La Adriana de hace tres años hubiera
interpretado todas esas acciones como señas de irresponsabilidad. Nada más
lejos, según mi experiencia. Basta pasar un día con un bebé para contabilizar
cientos de actividades cotidianas que cualquier adulto preferiría hacer él
mismo, a pesar de ser consciente de que el niño es perfectamente capaz de hacerlas,
sólo por propia comodidad o por diferentes miedos.
Con
tres años le doy el puré, con ocho le hago la tarea del cole y con diecisiete
le gestiono la matrícula de la universidad, pero después me pregunto por qué no
asume las lógicas responsabilidades de la vida adulta. Qué extremista soy, mishijos. Lo sé.
[1] Con niño,
padres e hijos me refiero a niño y niña, padres y madres e hijos e hijas.
Economía lingüística, nunca sexismo. Gracias.
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