sábado, 18 de marzo de 2017

Adiós

Me dormía sintiendo el arrullo de las olas y el calor amable del sol. Nos acostábamos tarde porque las horas después de la cena estaban reservadas al parchís, las cartas o el dominó.

El verano sabía a agua salada, a lanzarse a la piscina perdiendo la cuenta del número de saltos, a caña de pescar y charcos con burgados, a partidas eternas al cinquillo con pesetas, a paseos sin luz hasta Tamásina, a queso fresco y mermelada casera, a cucharas de palo y lapas, tierra y hierbahuerto.

Mis abuelos me enseñaron a adorar el verano.

Solo hoy, que he viajado de la mano de mi abuela Yeya, me he dado cuenta de que seguramente se dejaron ganar la mayoría de las veces en las que yo me sentí justa vencedora de la partida. Qué grandes.

Los veranos los recuerdo con fuerza. Pero igual de intensos permanecen los recuerdos de los días ordinarios, en los que me entretenía buscando retales de tela por el suelo, tomando medidas y cortando patrones. Mi abuela no hacía nudo en el hilo de coser. Pero a mí me enseñó varios.

-¡Qué artista!-, me decía, orgullosa, cuando le mostraba los vestidos que yo misma confeccionaba para mis muñecas.

La mejor merienda del mundo la hacía mi abuela: plátanos escachados con galletas, un chorrito de naranja y un poquito de leche condensada.

Incluso lo aparentemente aburrido, como cuando la acompañábamos mi abuelo y yo a vender y repartir AVON y la esperábamos dentro del coche, era interesante. Mi abuelo me contaba historias y el tiempo volaba.

Mi abuela, embarazada, cargó bloques para construir su propia casa. Tuvo a tres hijos –y no sé si cuatro- en su dormitorio. Era fuerte, dura.

Tuvo algunas sombras como madre –que aún permanecen a pesar de que ella se ha ido-, pero todas las luces como abuela, y bisabuela.

Aprendió a pintar cuadros a los sesenta y tantos. Sabía tejer macramé, cantar muchas canciones, hacer calados, bailar bailes tradicionales canarios y hacer cuentas mentalmente más rápido que con una calculadora. Sabía escuchar y ser paciente, y aceptar las embestidas del camino con humor y brillo en la mirada. Sabía oraciones y rezos. Sabía dar. Darse. No he conocido a nadie más generoso que ella.

Yeya es fuerza. Cambio. Lucha. Sacrificio y voluntad. Yeya es "mi Chata" para "su Juli".

Yeya es lluvia intensa que agradece el campo.

Y que recordaré siempre de la mano amante de mi abuelo.


Te quiero, abuela. Adiós, Yeyita.