Me dormía sintiendo el arrullo de las
olas y el calor amable del sol. Nos acostábamos tarde porque las horas después
de la cena estaban reservadas al parchís, las cartas o el dominó.
El
verano sabía a agua salada, a lanzarse a la piscina perdiendo la cuenta del
número de saltos, a caña de pescar y charcos con burgados, a partidas eternas
al cinquillo con pesetas, a paseos sin luz hasta Tamásina, a queso fresco y
mermelada casera, a cucharas de palo y lapas, tierra y hierbahuerto.
Mis abuelos me enseñaron a adorar el verano.
Solo hoy, que he viajado de la mano de mi abuela Yeya, me he dado cuenta de que seguramente se dejaron ganar la mayoría de las veces en las que yo me sentí justa vencedora de la partida. Qué grandes.
Los veranos los recuerdo con fuerza. Pero igual de intensos permanecen los recuerdos de los días ordinarios, en los que me entretenía buscando retales de tela por el suelo, tomando medidas y cortando patrones. Mi abuela no hacía nudo en el hilo de coser. Pero a mí me enseñó varios.
-¡Qué artista!-, me decía, orgullosa,
cuando le mostraba los vestidos que yo misma confeccionaba para mis muñecas.
La mejor merienda del mundo la hacía mi abuela: plátanos escachados con galletas, un chorrito de naranja y un poquito de leche condensada.
Incluso lo aparentemente aburrido, como cuando la acompañábamos mi abuelo y yo a vender y repartir AVON y la esperábamos dentro del coche, era interesante. Mi abuelo me contaba historias y el tiempo volaba.
Mi
abuela, embarazada, cargó bloques para construir su propia casa. Tuvo a tres
hijos –y no sé si cuatro- en su dormitorio. Era fuerte, dura.
Tuvo algunas sombras como madre –que aún permanecen a pesar de que ella se ha ido-, pero todas las luces como abuela, y bisabuela.
Aprendió a pintar cuadros a los sesenta y tantos. Sabía tejer macramé, cantar muchas canciones, hacer calados, bailar bailes tradicionales canarios y hacer cuentas mentalmente más rápido que con una calculadora. Sabía escuchar y ser paciente, y aceptar las embestidas del camino con humor y brillo en la mirada. Sabía oraciones y rezos. Sabía dar. Darse. No he conocido a nadie más generoso que ella.
Yeya es fuerza. Cambio. Lucha. Sacrificio y voluntad. Yeya es "mi Chata" para "su Juli".
Yeya es lluvia intensa que agradece el campo.
Y que recordaré siempre de la mano amante de mi abuelo.
Te quiero, abuela. Adiós, Yeyita.
Preciosas palabras llenas de amor y recuerdos. Me he identificado y he viajado en mis recuerdos a esos años pasados en los que mis veranos eran así, como los tuyos, vividos intensamente junto a mis abuelos. Soñaba con las vacaciones todo el curso, pues sabía que la recompensa era estar con ellos el verano y las Navidades. Amores distintos a los que se les tiene a un padre o una madre... De nuevo, preciosas palabras!!
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Me alegra haberte transportado a tus buenos recuerdos.
EliminarCuánta emoción en tus recuerdos y cuánta verdad. Las abuelas son únicas y cuando no las tenemos con nosotros es como perder el mayor de los tesoros. Su sabiduría, su amor incondicional, sus abrazos... todo eso formará parte de tu vida, de nuestras vidas, para siempre. Un abrazo. Gladys.
ResponderEliminarQué cierto, Gladys. Gracias por leerme y sentir esa emoción. Un abrazo.
EliminarLindos recuerdos y preciosa forma de expresarlos,qué suerte haber recibido tanto, saber valorarlo y mantenerla viva a través de tu propio ejemplo
ResponderEliminarGracias, Miguel. He tenido esa suerte: he querido y me han querido mucho. Gracias por tu comentario.
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