Si es que lo sé, lo sé. Soy la loca de la teta.
Me abalanzo sobre los que se pronuncian con ideas equivocadas sobre la
lactancia materna y les lleno la cabeza de nombres de pediatras y libros
especializados hasta vaciarlos de argumentos basados en mitos o creencias.
Aborrezco esta tendencia incontrolable que me
empuja a pensar que la otra persona necesita mi auxilio informativo. Pero, lo
dicho, es quizás el defecto que más me molesta de mí misma, porque no sólo me
pasa con la lactancia. Me ocurre con todos los temas sobre los que me siento
medianamente formada. Más de un tinerfeño convencido de que en la isla de
enfrente se habla fatal, se ha comido largas clases magistrales de lingüística
sin haberlo pedido para obligarle a cambiar de opinión.
En autodefensa, debo decir que este defecto
viene de la mano de una –quiero pensar- virtud. Tras haber superado con cierto
éxito cualquier experiencia –repito: cualquier experiencia (primer día en la
universidad, por ejemplo)- que me haya supuesto esfuerzos o nervios o
preocupaciones, me siento moralmente obligada a allanar esos terrenos a las
personas que empiezan a caminarlos. Vamos, lo de ponerse en el lugar del otro de toda la vida. Cuando pienso en mí
misma en esos comienzos llenos de piedras y baches, recuerdo con gratitud
infinita las manos tendidas que consiguieron que finalmente caminara sola.
Qué extraño, sin embargo, se me está haciendo
lo de “tutorizar” a madres lactantes. En primer lugar, porque lo de dar teta a
un recién nacido es casi una imposición social. Así que a las madres que, por
lo que sea, han decidido no alimentar a sus hijos con su leche, se les presiona
para que lo hagan y muchas de ellas acaban dando explicaciones personales a
desconocidos para defenderse de los reproches. En segundo lugar, porque, como
ya dije alguna vez en este blog (http://cositasdemamaestra.blogspot.com.es/2012/08/laleche-no-se-acaba-ni-hay-poca-ni-es.html), cuando el bebé ya no es tan bebé, dar el pecho,
que antes era maravilloso, convierte en excentricidad el hecho en sí y a la
mamá en excéntrica e, incluso, en promotora con afán dictatorial de la
lactancia materna.
Precisamente por no querer dar esa impresión
“impositiva”, mi intervención con las mamás recientes de mi entorno fue sutil.
Me informé debidamente de si tenían intención de dar el pecho y, a las que
dieron una respuesta afirmativa, les regalé (o hice que otros lo hicieran) el
libro que fue mi mano auxiliadora los primeros meses –bueno, en realidad
todavía me gusta consultarlo- con Nerea: Un
regalo para toda la vida (Guía de la lactancia materna), de Carlos
González. ¡Cómo me ayudó este libro! Desde aquí, aun sabiendo que la
posibilidad de que esto lo lea algún lejano día es remotísima: GRACIAS, doctor.
En ningún caso mi intervención funcionó como yo
esperaba. Algunas intentaron vagamente dar el pecho. Otras lo hicieron unas
semanas, pero abandonaron. Nunca pregunto nada. Odio pensar que la otra persona
pueda sentirse presionada o molesta. Pero normalmente sale de ellas presentar
alegaciones en su propia defensa, argumentando problemas que podrían haberse
superado con una buena información. Casi siempre son frases como “tenía poca
leche y necesitaba biberones de refuerzo”, “se me cortó la leche”, “se quedaba
con hambre”… Es entonces cuando me pregunto: ¿Realmente se “creen” que tienen
esos problemas? Si así fuera, ¿por qué no consultaron el Libro (así, en
mayúsculas, como una biblia para lactantes)?, ¿o por qué no buscaron ayuda
profesional (grupos de apoyo a la lactancia, pediatras, ¡yo misma! –no como
profesional, claro, sino como mamá lactante experimentada-)? ¡¡¿Pero es que no
se leyeron el Libro?!! –grito de desesperación-.
La conclusión es llana y simple. No dicen la
verdad. Aunque podían y sabían que podían, no quisieron seguir dando el pecho.
Por lo que fuera. Respetables todos los motivos, faltaría más. Sin embargo,
sólo una vez escuché firmemente “no quiero dar el pecho” a una madre “recién
parida”; no buscó excusas, ni inventó falacias sobre la calidad o la cantidad
de su leche. Era mi compañera de habitación en el hospital. Sin yo pedírselo,
me explicó que lo pasaba fatal cuando intentaba darle el pecho a su primera
hija porque la situación la estresaba muchísimo y no quería volver a pasar por
lo mismo con su nuevo retoño. Un “bravo” por su sinceridad.
Cuando una mamá me cuenta que le está dando
biberones a su bebé porque no tiene suficiente leche (por ejemplo), siempre
dudo entre si su frase es una verdadera demanda de información o simplemente un
refugio que esconde la realidad de que prefiere no tener enganchado a su bebé
todo el día a su teta. Acabo no diciendo nada… no quiero ser recordada
eternamente como la loca de la teta.
Una vez, entre bromas, una amiga me animó a
formar parte de algún grupo de apoyo a la lactancia materna porque, según dice,
soy una especie de gurú de la teta. Pero mi corta experiencia como asesora en
lactancia natural me indica que algo hago mal. Cuando esas madres “tutorizadas”
han abandonado la teta argumentando motivos insustanciales parecidos a los que
ya he citado, he sentido frustración y, en cierta medida, fracaso. Deformación
profesional, será. Me horroriza imaginar que obtengo los mismos resultados con
mis niños como maestra. Así que agradecería mucho que si una futura madre
asesorada por mí quisiera dejar de dar el pecho, me lo dijera tal cual. Sin
excusas. Por supuesto, no trataré, jamás, de convencerla de lo contrario, y sentiré
satisfacción porque he hecho bien mi trabajo de aspirante a gurú de la teta.