No quisiera olvidar nada. Ni el
dolor.
En aquel 13 de junio hubo
magia. Magia natural y nada extraordinaria. Magia de la que ocurre cada día.
Lo repetiría hoy. Hora a hora.
Contracción a contracción.
Aquel 13 de junio cambié. Soy
otra Adriana, que reconoce a la anterior pero se siente lejos de ella, como
cuando escuché por primera vez mi voz en una grabación, o vi mi cara en un
vídeo. La misma sensación de extrañeza, de no pertenencia. Entonces ya era
feliz. Pero desde que Nerea está, lo soy plenamente.
El 13 de junio de 2011 dejé de
hablar, de pensar, de vivir, de ser en singular. Cito a Chiara Gamberale en La luz en casa de los demás: “sé que todos los días nace alguien […].
Cuando te toca a ti te crees que es la primera vez que ocurre, la primera vez
en absoluto. Y hoy me parece que ninguna mujer, aparte de mí, ha sido nunca
Mamá.” Así, con precisión matemática, me sentí aquel caluroso lunes a la
hora del almuerzo. Como si yo hubiera sido la primera y única Mamá que abrazaba
y besaba al primer y único Bebé.
Última contracción. Agotamiento
que se aleja lentamente. Me inclino, agarro a Nerea y la acuesto sobre mí. Dos
horas que vuelan mientras aquella niña con segundos de vida intenta reptar
hacia mi pecho. Una hora, o más, no sé, que se eterniza sin ella. Vuelve, la acuesto
junto a mí y la contemplo, la acaricio, la beso.
Han pasado dos años de esos
primeros momentos. Hoy ha sido un día intenso. Por primera vez abrió regalos siendo
consciente de qué significaba romper un envoltorio. Disfrutó, disfrutamos
muchísimo. Cayó rendida. La contemplo, la acaricio, la beso.
Felicidades, Nerea.