jueves, 28 de mayo de 2020

UNA ESCUELA AISLADA


Difícilmente puedo imaginar un solo agente educativo (profesorado, alumnado, familia) que no se haya cuestionado el papel de la escuela, sobre todo, la pública, en estos meses, de diferentes formas, en distintas intensidades y por diversos motivos.

No han sido necesarias pandemias para que se haya escrito y debatido al respecto durante siglos. Me faltan innumerables lecturas para ofrecer una conclusión o reflexión sólida anclada a estudios serios que la justifiquen. No soy experta en nada. Tampoco tengo la suficiente experiencia como para emplearla como aval. Sin embargo, esta situación me empuja a pensar, valorar, replantear, criticar y cuestionar mi profesión.

Cito, otra vez, a Tonucci, por la accesibilidad de sus ideas y porque su aparición en medios para aportar su visión como pedagogo ante esta distópica realidad que atravesamos es frecuente en las últimas semanas: “A los niños les falta la escuela pero no como lugar de aprendizaje (añado: de contenidos académicos), sino de encuentro con los amigos (donde reside el aprendizaje más valioso, según mi opinión)”.

En mi colegio, a veces de forma intuitiva, otras de forma consciente, las áreas del currículum se han ido convirtiendo poco a poco en excusas para aprender a convivir, para aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a cuidar a las demás personas y lo que nos rodea. El camino que hemos elegido adquiere hoy, incluso, más sentido.

En esto de CUIDAR, nuestro colegio ha hecho un esfuerzo titánico por SER en comunidad, por crear consciencia comunitaria. En un proyecto precioso, impulsado por el Colectivo Harimaguada,  en corresponsabilidad con el Cabildo de Tenerife, Los cuidados, mejor compartidos, (gracias infinitas a quienes lo construyeron y formaron parte) se comenzaron a crear redes entre diferentes instituciones, organismos, centros educativos y personas para establecer lazos de cuidados comunitarios tejidos desde y para la igualdad. El proyecto como tal cayó al desaparecer su financiación, pero nuestro centro quiso continuar apoyándose en toda la fuerza maravillosa de la palabra CUIDADOS, que se coló por cada grieta del edificio y por cada poro de nuestra piel porque ya, en esencia, estaba ahí, en el personal docente y no docente, en las familias, en el alumnado.

Pero un proyecto de este calado se desmorona si no hay un apoyo institucional detrás que lo financie. Porque algo tan importante y tan bonito requiere inversión en tiempo, formación y recursos si se quiere hacer bien.

Y no sólo recursos (humanos, especialmente). Como una triste metáfora del sistema educativo, nuestro colegio, como infraestructura, permanece completamente aislado de su entorno y alejado, como elemento arquitectónico, de los intereses, los gustos y las preferencias de sus principales destinatarios: los niños y las niñas.

Por alguna incomprensible razón, el sistema educativo sigue funcionando de forma estanca, como si se bastase solo para educar a un niño o a una niña de forma integral. Escuela, Familia, Sanidad, Psicología, Trabajo Social, Nutrición, Psiquiatría y etcétera caminamos en paralelo, casi sin tocarnos; muchas veces, sin escucharnos. Y así perdemos en el arduo y solitario camino a un importante número de alumnos y alumnas, tirando barro a la pared, cada especialidad por su lado, pero sin trabajar cooperativamente.

El CEIP Las Mercedes es el colegio del pueblo, pero está lejos de su núcleo. Supongo que eligieron su ubicación por evidentes cuestiones de espacio y por las condiciones favorables del terreno cuando se construyó en la primera mitad de la década de los 70. En esa necesidad apremiante para dotar de infraestructura a un sistema educativo universal, hubo prisas y errores.

El mismo proyecto de arquitectura sirvió para colegios en zonas climatológicamente muy distintas: desde una muy lluviosa, húmeda y fría (la nuestra), pasando por una zona de medianía con pocos días de lluvia al año y temperaturas más suaves, hasta una más cercana a la costa, con muchos días de sol intenso.

El sentido común dicta que esta decisión de “soltar” estas edificaciones sin tener en cuenta el entorno es el error más básico a evitar desde el punto de vista arquitectónico. Pero, además, lo más grave, a mi entender, es que está aislado de los barrios que lo rodean y únicamente se puede acceder de forma segura si se hace en coche. No hay aceras que lleven a él, por lo que el alumnado que vive a menos de un kilómetro no puede ir caminando. Esto es terrible. Porque está desconectado de toda la vida de su pueblo y de sus barrios. El colegio solamente es el colegio. Retomando puntos anteriores, los lazos con la comunidad deberían ser también físicos.

Tampoco ha habido grandes obras de mantenimiento en estos cuarenta y largos años en los que ha estado funcionando el centro, famoso, lamentablemente, por carecer de una cancha cubierta. En mis momentos más pesimistas, sus espacios me recuerdan inevitablemente a los de una cárcel: asépticos, uniformes, limitadores de la creatividad, sin gracia, feos, hostiles. Construidos desde una perspectiva adultocentrista. Y no sólo. Fríos, muy fríos, a dieciséis grados en invierno dentro de las aulas y pasillos llenos de corrientes catarrales.

El parámetro para construir los colegios y para urbanizar sus alrededores (y para componer todo el sistema educativo) ha sido el adulto. Parafraseando al pedagogo italiano, deberíamos tomar como parámetro el niño o la niña para empezar, como en cualquier aprendizaje significativo, desde lo más cercano que es nuestro colegio, a cambiar hacia, utilizando la palabra de moda, una nueva normalidad realmente transformadora.

Se debería apostar por una nueva movilidad que ya ha empezado en algunas calles de nuestra ciudad, garantizando la seguridad y el bienestar de cada niña y cada niño que quiera acudir a su colegio a pie, incluso, sin compañía adulta. Este riesgo valiente para priorizar la peatonalización embellecería y revalorizaría (en cuanto a que se pondría en valor el cuidado a la ciudadanía más vulnerable) la zona y aportaría una accesibilidad que beneficiaría a los habitantes del pueblo y los barrios (y personas foráneas que llenan nuestras calles para practicar deporte o disfrutar de una caminata más cerca de la naturaleza) que, por fin, podrían pasear y desplazarse con tranquilidad.  

Sin experiencia que la sostenga y sin las suficientes lecturas que la apuntalen, en mi concepción utópica de la nueva normalidad, un nuevo sistema educativo pertenece a un entramado complejo cuyo fin es cuidar a todas las personas y que establece la niña[1] como parámetro; y mi nuevo colegio de Las Mercedes, dentro de la comunidad, se conforma en el eje alrededor del cual orbita la vida del pueblo y de los barrios, accesible, amable y cuidadoso con la ciudadanía más vulnerable.








[1] Utilizo aquí el femenino con contundencia e intencionalidad, porque si el parámetro a partir del cual se estructuran las decisiones resulta ser el colectivo más vulnerable, éstas reportarán beneficios al conjunto de la sociedad.

domingo, 5 de abril de 2020

GRIETAS ESTRUCTURALES


Nunca nos imaginamos así.

Nos han caído encima litros de agua helada que nos han hecho congelar la realidad que hasta ahora nos había arrastrado, impetuosa, contra piedras y por cascadas. En estos canales limpios y pausados por los que nos toca navegar ahora comienzan a vislumbrarse nuestras vergüenzas, errores y desastres de siempre.

El sistema nos ha empujado a identificar como correcta y necesaria una forma antinatural de vivir en muchos aspectos. Me centro en tres que casi son uno: la familia, la crianza y la infancia.

Me repito en esto: estoy convencida de que gran parte del fracaso escolar está íntimamente ligado, entre muchas otras cosas, y en un análisis simplista (lo que me permite mi razonamiento, mi formación y experiencias) a la normalización con la que se pone en manos de otras personas la crianza de nuestros propios hijos e hijas, desde las dieciséis semanas de vida, en contra de toda teoría, de toda emoción y de toda evidencia. Y, a partir de ahí, el triste resto. La infancia se invisibiliza (ojalá hiciéramos más caso a Tonucci), las criaturas “molestan” y se silencian en una sociedad abocada a la producción y al consumo, y venga, papá, venga, mamá, que no pasa nada porque estén más de ocho horas en el colegio, que allí los cuidan incluso mejor que ustedes. Jornadas laborales interminables y precariedad, por nombrar lo más sangrante, unen fuerzas a lo anteriormente comentado para formar un cóctel que impide a las familias corresponsabilizarse del proceso educativo de sus hijas e hijos adecuadamente, tal y como establece la ley.

Deberíamos sentir un superficial vistazo a los países nórdicos como una bofetada. Qué casualidad. La familia y la infancia pesan enormemente en las decisiones políticas y, curiosamente, la educación, admirada por todo el planeta, también. Mientras en España, las niñas y los niños y sus necesidades parecen haber desaparecido del país al mismo tiempo que la actividad lectiva presencial (las necesidades de las mascotas, por ejemplo, sí se han tenido en cuenta desde el primer día de este estado de alarma), en Noruega, la primera ministra, Erna Solberg, ofreció el 16 de marzo una rueda de prensa sobre el Coronavirus en exclusiva para el público infantil en la que era éste, y no los periodistas, quien hacía las preguntas. Es ilustrador.

Llevo unas semanas sintiéndome muy pequeña, casi insignificante con respecto al papel que me ha tocado jugar como maestra y parte de la escuela pública. La humildad me inunda la mirada y refuerza el convencimiento de que la idea anacrónica de la escuela como transmisora de conocimientos y aislada, sin una red robusta de administraciones, instituciones y asociaciones que trabajan en comunidad, se resquebraja.

La escuela pública, como rezan todas y cada una de las leyes educativas hasta la fecha en España, existe para garantizar la igualdad de oportunidades. Y eso se consigue no sólo con lo que se puede hacer en y desde la escuela tal y como la entendemos ahora, sino con una fuerte sacudida a todo el sistema. Desde políticas valientes para poder volver a depositar la responsabilidad de la crianza en las familias, hasta un huracán que transforme a las escuelas, por fin, en centros de atención integral a la Infancia, conformados por profesionales de muchas y diferentes disciplinas: magisterio, psicología, sanidad, trabajo social, sociología e, incluso, arquitectura. Y así, volveremos la mirada a lo importante, que podemos simplificar en los objetivos de la educación primaria, según la legislación vigente. Me quedo, por resumir, con el primero de ellos: convivir y respetar los derechos humanos y el pluralismo de una sociedad democrática.

Andado este camino, me paraliza la autocrítica como agente educativo. Si el papel de la educación pública actualmente poco o nada tiene que ver con la mera transmisión de conocimientos y mucho o todo con garantizar la igualdad de oportunidades y la formación de personas con la capacidad de convivir y ejercer una ciudadanía activa, crítica, respetuosa y responsable, ¿cómo demonios, hoy, vamos a contribuir a eso desde la individualidad de nuestros hogares, desde la distancia social, desde lo ajeno y desde el desconocimiento pormenorizado de la auténtica realidad de cada una de nuestras familias? Eso, que es lo esencial, se pierde y se olvida en todos y cada uno de los pasos que ha dado nuestra Consejería hasta el momento, y, especialmente, en las últimas instrucciones publicadas para todos los centros educativos de Canarias, independientemente del nivel educativo o del contexto.

Comprendo la dificultad en la toma de decisiones. No quisiera, de ninguna de las maneras, verme en la piel de las personas que deben pensar y decidir por toda la Comunidad Educativa. Pero estamos ante la oportunidad de parar, de reflexionar, de replantear nuevos cimientos, de escuchar a los que más tierra pisan.

No hay prisa. De verdad que no. No hay ninguna prisa para completar un currículum (cojo de por sí, si las aulas están vacías), para dar más actividades de repaso, para practicar algoritmos matemáticos descontextualizados, para memorizar el proceso de la digestión o para identificar sustantivos en un texto. Lo que verdaderamente urge en estos momentos es que se garantice el bienestar de esos menores que sabíamos que sus condiciones no eran las óptimas en cuanto a alimentación, en cuanto a higiene, en cuanto a cuidado, desde lo más físico a lo puramente emocional.

Lamento profetizar que todos los dispositivos y recursos para la conectividad que la Consejería y los centros pudieran facilitar a las familias no van a servir para prácticamente nada bueno. La dificultad principal rastreada en nuestro colegio no está en la escasez de recursos o en la falta de conexión, está en la incapacidad de las familias de ayudar a sus hijos e hijas en el proceso educativo de forma aceptable, bien por falta de tiempo o formación, bien porque las circunstancias y la realidad de sus hogares obligan a un nuevo establecimiento de prioridades (salud, economía, cuidado de otras personas dependientes, etc.). No podemos depositar de golpe todo el peso en las familias, cuando el sistema las ha despojado de las herramientas más básicas.

Si finalmente se opta por materializar ese reparto de recursos, ¿qué va a ocurrir en los hogares con más de un menor en edad  escolar?, ¿estamos en disposición de aceptar que todos los menores realizarán un uso responsable y adecuado de las tecnologías?, ¿cómo controlaremos que esos menores, a los que se les está facilitando las herramientas, no recurran a la pornografía o no queden expuestos ante todos los peligros de la red?, ¿garantizaremos con esto la atención individualizada a todas las necesidades educativas?, ¿están preparadas todas y cada una de las familias para apoyar al alumnado en este proceso?. Esa limitada respuesta educativa que podamos ofrecer, ¿disminuirá o aumentará las desigualdades? ¿Qué hacemos con toda esa parte del currículum que tanto tiempo nos ha costado integrar en nuestra práctica docente presencial (lo competencial, lo relativo a la convivencia y la cohesión de grupos, la educación emocional…)?

Me desgarra el alma,  buceando en lo concreto, tener que “entregar notas” de la segunda evaluación. De esta manera y en estas condiciones. Sabiendo que muchas familias y muchos niños y niñas las recibirán con incomprensión, y sin poder obtener una explicación cálida y cercana por parte de la tutora o el tutor. Y, sobre todo, si la finalidad de la evaluación es el aprendizaje, ¿qué aprendizaje se va a construir o mejorar, sin vislumbrar tan siquiera un horizonte?

Entiendo que en la intención de dar una pronta respuesta educativa ante esta situación anómala y excepcional, la brecha digital se haya posicionado como principal enemigo a combatir. En mi opinión, es sólo un espejismo parcheable, y a medias.

La brecha digital es, en realidad, brecha social. Necesitamos sensibilidad y sensatez para atender lo urgente y reparar, poco a poco, sin prisas ni bandazos, las grietas estructurales.