Nunca nos imaginamos así.
Nos han caído
encima litros de agua helada que nos han hecho congelar la realidad que hasta
ahora nos había arrastrado, impetuosa, contra piedras y por cascadas. En estos
canales limpios y pausados por los que nos toca navegar ahora comienzan a
vislumbrarse nuestras vergüenzas, errores y desastres de siempre.
El sistema nos
ha empujado a identificar como correcta y necesaria una forma antinatural de
vivir en muchos aspectos. Me centro en tres que casi son uno: la familia, la
crianza y la infancia.
Me repito en
esto: estoy convencida de que gran parte del fracaso escolar está íntimamente
ligado, entre muchas otras cosas, y en un análisis simplista (lo que me permite
mi razonamiento, mi formación y experiencias) a la normalización con la que se pone
en manos de otras personas la crianza de nuestros propios hijos e hijas, desde
las dieciséis semanas de vida, en contra de toda teoría, de toda emoción y de
toda evidencia. Y, a partir de ahí, el triste resto. La infancia se
invisibiliza (ojalá hiciéramos más caso a Tonucci), las criaturas “molestan” y
se silencian en una sociedad abocada a la producción y al consumo, y venga, papá, venga, mamá, que no pasa nada
porque estén más de ocho horas en el colegio, que allí los cuidan incluso mejor
que ustedes. Jornadas laborales interminables y precariedad, por nombrar lo
más sangrante, unen fuerzas a lo anteriormente comentado para formar un cóctel
que impide a las familias corresponsabilizarse del proceso educativo de sus
hijas e hijos adecuadamente, tal y como establece la ley.
Deberíamos
sentir un superficial vistazo a los países nórdicos como una bofetada. Qué
casualidad. La familia y la infancia pesan enormemente en las decisiones
políticas y, curiosamente, la educación, admirada por todo el planeta, también.
Mientras en España, las niñas y los niños y sus necesidades parecen haber desaparecido
del país al mismo tiempo que la actividad lectiva presencial (las necesidades
de las mascotas, por ejemplo, sí se han tenido en cuenta desde el primer día de
este estado de alarma), en Noruega, la primera ministra, Erna Solberg, ofreció
el 16 de marzo una rueda de prensa sobre el Coronavirus en exclusiva para el
público infantil en la que era éste, y no los periodistas, quien hacía las
preguntas. Es ilustrador.
Llevo unas
semanas sintiéndome muy pequeña, casi insignificante con respecto al papel que
me ha tocado jugar como maestra y parte de la escuela pública. La humildad me
inunda la mirada y refuerza el convencimiento de que la idea anacrónica de la
escuela como transmisora de conocimientos y aislada, sin una red robusta de
administraciones, instituciones y asociaciones que trabajan en comunidad, se
resquebraja.
La escuela
pública, como rezan todas y cada una de las leyes educativas hasta la fecha en
España, existe para garantizar la igualdad de oportunidades. Y eso se consigue
no sólo con lo que se puede hacer en y desde la escuela tal y como la
entendemos ahora, sino con una fuerte sacudida a todo el sistema. Desde
políticas valientes para poder volver a depositar la responsabilidad de la
crianza en las familias, hasta un huracán que transforme a las escuelas, por
fin, en centros de atención integral a la Infancia, conformados por
profesionales de muchas y diferentes disciplinas: magisterio, psicología,
sanidad, trabajo social, sociología e, incluso, arquitectura. Y así, volveremos
la mirada a lo importante, que podemos simplificar en los objetivos de la
educación primaria, según la legislación vigente. Me quedo, por resumir, con el
primero de ellos: convivir y respetar los derechos humanos y el pluralismo de
una sociedad democrática.
Andado este
camino, me paraliza la autocrítica como agente educativo. Si el papel de la educación
pública actualmente poco o nada tiene que ver con la mera transmisión de
conocimientos y mucho o todo con garantizar la igualdad de oportunidades y la
formación de personas con la capacidad de convivir y ejercer una ciudadanía
activa, crítica, respetuosa y responsable, ¿cómo demonios, hoy, vamos a
contribuir a eso desde la individualidad de nuestros hogares, desde la
distancia social, desde lo ajeno y desde el desconocimiento pormenorizado de la
auténtica realidad de cada una de nuestras familias? Eso, que es lo esencial,
se pierde y se olvida en todos y cada uno de los pasos que ha dado nuestra
Consejería hasta el momento, y, especialmente, en las últimas instrucciones
publicadas para todos los centros educativos de Canarias, independientemente del
nivel educativo o del contexto.
Comprendo la
dificultad en la toma de decisiones. No quisiera, de ninguna de las maneras,
verme en la piel de las personas que deben pensar y decidir por toda la
Comunidad Educativa. Pero estamos ante la oportunidad de parar, de reflexionar,
de replantear nuevos cimientos, de escuchar a los que más tierra pisan.
No hay prisa. De
verdad que no. No hay ninguna prisa para completar un currículum (cojo de por
sí, si las aulas están vacías), para dar más actividades de repaso, para
practicar algoritmos matemáticos descontextualizados, para memorizar el proceso
de la digestión o para identificar sustantivos en un texto. Lo que
verdaderamente urge en estos momentos es que se garantice el bienestar de esos
menores que sabíamos que sus condiciones no eran las óptimas en cuanto a
alimentación, en cuanto a higiene, en cuanto a cuidado, desde lo más físico a lo puramente emocional.
Lamento
profetizar que todos los dispositivos y recursos para la conectividad que la
Consejería y los centros pudieran facilitar a las familias no van a servir para
prácticamente nada bueno. La dificultad principal rastreada en nuestro colegio no
está en la escasez de recursos o en la falta de conexión, está en la
incapacidad de las familias de ayudar a sus hijos e hijas en el proceso
educativo de forma aceptable, bien por falta de tiempo o formación, bien porque
las circunstancias y la realidad de sus hogares obligan a un nuevo
establecimiento de prioridades (salud, economía, cuidado de otras personas
dependientes, etc.). No podemos depositar de golpe todo el peso en las
familias, cuando el sistema las ha despojado de las herramientas más básicas.
Si finalmente se
opta por materializar ese reparto de recursos, ¿qué va a ocurrir en los hogares
con más de un menor en edad escolar?, ¿estamos
en disposición de aceptar que todos los menores realizarán un uso responsable y
adecuado de las tecnologías?, ¿cómo controlaremos que esos menores, a los que
se les está facilitando las herramientas, no recurran a la pornografía o no
queden expuestos ante todos los peligros de la red?, ¿garantizaremos con esto
la atención individualizada a todas las necesidades educativas?, ¿están
preparadas todas y cada una de las familias para apoyar al alumnado en este
proceso?. Esa limitada respuesta educativa que podamos ofrecer, ¿disminuirá o
aumentará las desigualdades? ¿Qué hacemos con toda esa parte del currículum que
tanto tiempo nos ha costado integrar en nuestra práctica docente presencial (lo
competencial, lo relativo a la convivencia y la cohesión de grupos, la
educación emocional…)?
Me desgarra el
alma, buceando en lo concreto, tener que
“entregar notas” de la segunda evaluación. De esta manera y en estas
condiciones. Sabiendo que muchas familias y muchos niños y niñas las recibirán
con incomprensión, y sin poder obtener una explicación cálida y cercana por
parte de la tutora o el tutor. Y, sobre todo, si la finalidad de la evaluación
es el aprendizaje, ¿qué aprendizaje se va a construir o mejorar, sin vislumbrar
tan siquiera un horizonte?
Entiendo que en
la intención de dar una pronta respuesta educativa ante esta situación anómala
y excepcional, la brecha digital se haya posicionado como principal enemigo a
combatir. En mi opinión, es sólo un espejismo parcheable, y a medias.
La brecha
digital es, en realidad, brecha social. Necesitamos sensibilidad y sensatez
para atender lo urgente y reparar, poco a poco, sin prisas ni bandazos, las
grietas estructurales.