Difícilmente puedo imaginar un solo agente educativo (profesorado,
alumnado, familia) que no se haya cuestionado el papel de la escuela, sobre
todo, la pública, en estos meses, de diferentes formas, en distintas
intensidades y por diversos motivos.
No han sido necesarias pandemias para que se haya escrito y debatido al
respecto durante siglos. Me faltan innumerables lecturas para ofrecer una
conclusión o reflexión sólida anclada a estudios serios que la justifiquen. No
soy experta en nada. Tampoco tengo la suficiente experiencia como para
emplearla como aval. Sin embargo, esta situación me empuja a pensar, valorar,
replantear, criticar y cuestionar mi profesión.
Cito, otra vez, a Tonucci, por la accesibilidad de sus ideas
y porque su aparición en medios para aportar su visión como pedagogo ante esta
distópica realidad que atravesamos es frecuente en las últimas semanas: “A los
niños les falta la escuela pero no como lugar de aprendizaje (añado: de contenidos académicos), sino de
encuentro con los amigos (donde reside el aprendizaje más valioso, según mi
opinión)”.
En mi colegio, a veces de forma intuitiva, otras de forma consciente, las
áreas del currículum se han ido convirtiendo poco a poco en excusas para
aprender a convivir, para aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a cuidar a las
demás personas y lo que nos rodea. El camino que hemos elegido adquiere hoy,
incluso, más sentido.
En esto de CUIDAR, nuestro colegio ha hecho un esfuerzo titánico por SER
en comunidad, por crear consciencia comunitaria. En un proyecto precioso, impulsado
por el Colectivo
Harimaguada, en
corresponsabilidad con el Cabildo de Tenerife, Los cuidados, mejor compartidos, (gracias infinitas a quienes lo
construyeron y formaron parte) se comenzaron a crear redes entre diferentes
instituciones, organismos, centros educativos y personas para establecer lazos
de cuidados comunitarios tejidos desde y para la igualdad. El proyecto como tal
cayó al desaparecer su financiación, pero nuestro centro quiso continuar
apoyándose en toda la fuerza maravillosa de la palabra CUIDADOS, que se coló
por cada grieta del edificio y por cada poro de nuestra piel porque ya, en
esencia, estaba ahí, en el personal docente y no docente, en las familias, en
el alumnado.
Pero un proyecto de este calado se desmorona si no hay un apoyo
institucional detrás que lo financie. Porque algo tan importante y tan bonito
requiere inversión en tiempo, formación y recursos si se quiere hacer bien.
Y no sólo recursos (humanos, especialmente). Como una triste metáfora del
sistema educativo, nuestro colegio, como infraestructura, permanece
completamente aislado de su entorno y alejado, como elemento arquitectónico, de
los intereses, los gustos y las preferencias de sus principales destinatarios:
los niños y las niñas.
Por alguna incomprensible razón, el sistema educativo sigue funcionando
de forma estanca, como si se bastase solo para educar a un niño o a una niña de
forma integral. Escuela, Familia, Sanidad, Psicología, Trabajo Social,
Nutrición, Psiquiatría y etcétera caminamos en paralelo, casi sin tocarnos;
muchas veces, sin escucharnos. Y así perdemos en el arduo y solitario camino a
un importante número de alumnos y alumnas, tirando barro a la pared, cada
especialidad por su lado, pero sin trabajar cooperativamente.
El CEIP Las Mercedes es el colegio del pueblo, pero está lejos de su
núcleo. Supongo que eligieron su ubicación por evidentes cuestiones de espacio
y por las condiciones favorables del terreno cuando se construyó en la primera
mitad de la década de los 70. En esa necesidad apremiante para dotar de
infraestructura a un sistema educativo universal, hubo prisas y errores.
El mismo proyecto de arquitectura sirvió para colegios en zonas
climatológicamente muy distintas: desde una muy lluviosa, húmeda y fría (la
nuestra), pasando por una zona de medianía con pocos días de lluvia al año y
temperaturas más suaves, hasta una más cercana a la costa, con muchos días de
sol intenso.
El sentido común dicta que esta decisión de “soltar” estas edificaciones
sin tener en cuenta el entorno es el error más básico a evitar desde el punto
de vista arquitectónico. Pero, además, lo más grave, a mi entender, es que está
aislado de los barrios que lo rodean y únicamente se puede acceder de forma
segura si se hace en coche. No hay aceras que lleven a él, por lo que el
alumnado que vive a menos de un kilómetro no puede ir caminando. Esto es
terrible. Porque está desconectado de toda la vida de su pueblo y de sus
barrios. El colegio solamente es el colegio. Retomando puntos anteriores, los
lazos con la comunidad deberían ser también físicos.
Tampoco ha habido grandes obras de mantenimiento en estos cuarenta y
largos años en los que ha estado funcionando el centro, famoso,
lamentablemente, por carecer de una cancha cubierta. En mis momentos más
pesimistas, sus espacios me recuerdan inevitablemente a los de una cárcel:
asépticos, uniformes, limitadores de la creatividad, sin gracia, feos, hostiles.
Construidos desde una perspectiva adultocentrista. Y no sólo. Fríos, muy fríos,
a dieciséis grados en invierno dentro de las aulas y pasillos llenos de
corrientes catarrales.
El parámetro para construir los colegios y para urbanizar sus alrededores
(y para componer todo el sistema educativo) ha sido el adulto. Parafraseando al
pedagogo italiano, deberíamos tomar como parámetro el niño o la niña para
empezar, como en cualquier aprendizaje significativo, desde lo más cercano que
es nuestro colegio, a cambiar hacia, utilizando la palabra de moda, una nueva
normalidad realmente transformadora.
Se debería apostar por una nueva movilidad que ya ha empezado en algunas calles de nuestra ciudad,
garantizando la seguridad y el bienestar de cada niña y cada niño que quiera
acudir a su colegio a pie, incluso, sin compañía adulta. Este riesgo valiente
para priorizar la peatonalización embellecería y revalorizaría (en cuanto a que
se pondría en valor el cuidado a la ciudadanía más vulnerable) la zona y
aportaría una accesibilidad que beneficiaría a los habitantes del pueblo y los
barrios (y personas foráneas que llenan nuestras calles para practicar deporte
o disfrutar de una caminata más cerca de la naturaleza) que, por fin, podrían
pasear y desplazarse con tranquilidad.
Sin experiencia que la sostenga y sin las suficientes lecturas que la
apuntalen, en mi concepción utópica de la nueva normalidad, un nuevo sistema
educativo pertenece a un entramado complejo cuyo fin es cuidar a todas las
personas y que establece la niña[1]
como parámetro; y mi nuevo colegio de Las Mercedes, dentro de la comunidad, se
conforma en el eje alrededor del cual orbita la vida del pueblo y de los
barrios, accesible, amable y cuidadoso con la ciudadanía más vulnerable.
[1]
Utilizo aquí el femenino con contundencia e intencionalidad, porque si el
parámetro a partir del cual se estructuran las decisiones resulta ser el
colectivo más vulnerable, éstas reportarán beneficios al conjunto de la
sociedad.