Cuando una niña más pequeña que yo, en la fila para entrar a clase después del recreo, afirmó con rotundidad, altivez y desprecio que los Reyes eran los padres, yo no tuve un ápice de duda: IM PO SI BLE. Mis padres no tienen ni tiempo ni dinero. Además, los regalos suelen formar torres en equilibrio dentro de mi habitación, justo frente a mi cama. Es más que evidente que eso sólo puede construirse con magia.
En la cuenta atrás en las vacaciones de Navidad para el Gran Día, se me acumulaban los nervios y se me desbordaba la emoción. Buceo con facilidad en el recuerdo del estadio, el salto del estómago cuando se escuchaba, de lejos, el helicóptero, el griterío, las carrozas, las luces, el agradable olor a turrón artesanal y algodón de azúcar, un señor que me preguntaba en la guagua cómo me había portado, una cara sonriente que ahora encuentro en mi espejo, un hermano por nacer.
La responsable de esa ilusión casi paralizante que siento la víspera de Reyes es mi madre.
Para Dirsita, siempre ha sido el mejor día del año. Nunca ha dormido como para descansar lo suficiente durante cada noche de los cincos de enero. Sólo un poco, lo justo, por exceso de cansancio, por esa breve tregua que le conceden los nervios.
Se despertaba y encontraba los sillones repletos de regalos para ella y sus hermanos, pero lo que más le ilusionaba eran los caramelos y las golosinas porque el resto del año no podían permitirse ese lujo.
Con el paso de los años, la magia, simplemente, cambió de bando: de recibirla, pasó a crearla.
Fabricó una magia maravillosa y abundante que me hizo creer, sin fisuras, en que en aquella casa de recursos limitados, los Reyes nos visitaban cada cinco de enero. La misma magia fascinante y caudalosa que me hizo creer, sin grietas, en que yo podía y debía elegir libremente la forma de labrarme mi futuro con su apoyo pleno. La misma magia que brota cada vez que juega con sus nietas.
Mi madre es mágica. Espero haber aprendido a emplear adecuadamente mi herencia. Hoy, cinco de enero, y siempre.
Felices Reyes.