Nunca
he escrito sobre las peripecias lácteas de una madre recién incorporada a la
jornada laboral tras finalizar el permiso de maternidad. Ahora que Nerea “lo
está dejando”, creo que es el momento de hacerlo. Desde la distancia.
Uniendo
permiso de maternidad (16 semanas), período de lactancia acumulado (28 días) y
vacaciones (31 días), me incorporé al trabajo cuando Nerea tenía cinco meses y
medio. ¿Qué milagro puede darse para que, tal y como recomiendan los expertos
en salud (OMS, Asociación Española de Pediatría…), el bebé se alimente
exclusivamente de leche materna, si la mamá no está durante ocho horas al día,
como mínimo? En mi caso, mi milagro se llama Mami. No pude permitirme una excedencia, pero mi madre tuvo el
valor y las ganas de renunciar a su sueldo durante tres meses para cuidar de su
nieta. Ella se encargó de seguir mis indicaciones sobre la alimentación de
Nerea, dejó a un lado sus opiniones y experiencias, y respetó todas mis
decisiones. Nunca terminaré de agradecérselo lo suficiente.
El
primer día que me incorporé, los pechos iban a reventarme antes de llegar a la
hora del recreo. Entre mis cosas de clase y mi bolso, una bolsita con mi
mini-nevera, sacaleches y bolsitas especiales para almacenar el líquido.
Preocupación por manchar la camiseta, preocupación porque me pillaran en plena
faena de extracción, preocupación porque Nerea quisiera más, preocupación por
preparar el pack por la noche tras lavarlo y esterilizarlo, y etcéteras.
Los
días de trabajo también por la tarde, cerraba la clase y ¡venga, a ordeñarme!
Sí, sí, a ordeñarme. Lo digo intencionadamente de forma despectiva, y con rabia.
No es algo cómodo. No es fácil hacerlo. Una madre trabajadora que decide
alimentar a su bebé con su leche no tendría por qué extraerse leche si
existieran buenas políticas de conciliación (qué cruz) que les permitieran
permanecer juntos, al menos, seis meses. Comprendo, después de haber pasado por
ese período, que muchas madres decidan abandonar la lactancia natural cuando se
incorporan al trabajo. Pero, claro está, es posible mantenerla, si se quiere. Que
Nerea tuviera casi seis meses facilitó el asunto. Adelantamos dos semanas la
introducción de la alimentación complementaria para poder jugar con otras
cartas en caso de que el bibe de leche materna no saciara el hambre. Nerea
acogió muy bien la introducción de otros alimentos porque llevaba ya semanas
con interés puesto en nuestra comida. Otra entrada se merece la alimentación
complementaria. La haré.
En
septiembre del año pasado, con un año y tres meses, Nerea decidió no querer más
leche de mami si no era directamente de la teta. Guardé mi sacaleches. Dejó
de pedírmelo “en público” por aquel entonces. Se limitó sólo a mamar de noche y
alguna vez para dejarse dormir en la siesta.
Hace unos doce días que no me pide
“tetita”, como ella dice. Y ya van tres o cuatro meses así: está días sin
pedirlo, una noche pide, chupetea un poco (apenas nada), me mira y dice: “no me
gusta tetita”. “¿Sale leche?”, le pregunto. “Sí, está rica, pero no me gusta
tetita”, y deja de mamar enseguida, con cierta cara de asco. Es tremendamente
expresiva, para todo.
Los
primeros sueños nocturnos sin interrupciones (que fueron hace, como mucho,
cinco meses) aliviaron mi cansancio. Ahora me dejan un tanto vacía. Siento
tristeza porque algo único que sólo ella y yo compartimos está desapareciendo. Una
interdependencia que se desvanece, naturalmente.